sábado, 28 de marzo de 2009

Silencio

Esta historia está pensada para leerse con el tiempo necesario para
 escuchar cada canción. Pulsa el play y no dejes de leer.









Una noche más, llega al trabajo con cara de cansancio. Se pone tras la barra con desgana, apabullado sólo al pensar en todas las horas que le quedan por delante sin hacer prácticamente nada. No suele venir mucha gente a este bar, y menos aún en el turno de noche. El bar lo frecuentan sobre todo aficionados a la pesca y remeros, por estar situado junto al río. Poca gente aprecia la tranquilidad y el encanto de este lugar también de noche, cuando pareces estar sentado en mitad de la nada, en un bosque en que sólo te acompaña el reflejo de la luna en el agua y el tímido vuelo de algún ave desvelada.

Como cada día, allí estaba él, llamémosle Señor Silencioso, sentado en su taburete de piel giratorio, pulsando el play en el mismo recopilatorio de éxitos de los 80, y atendiendo a los pocos clientes habituales. Nada más verles entrar, sabía qué bebida tenía que ponerles. Uno de ellos, el Señor Alargado, comenzó a contarle todo lo que había pasado en la carnicería que regenta en el centro, lo que le permite estar al corriente de todo lo que ocurre en el pueblo.

Esta vez las historias del Señor Alargado eran más extensas de lo habitual, era sábado y había tenido más compradores. Hablaba, hablaba y hablaba, mientras el Señor Silencioso secaba los vasos recién salidos del lavavajillas para disimular su distracción.

Al levantar la vista tras luchar con una mancha de cal especialmente complicada, se encontró con que el Señor Alargado ya no estaba frente a él, ni él estaba en la barra del bar, ni tenía aquel vaso, por fin reluciente, entre sus manos. Ahora tenía delante a su primera novia (llamémosla Señorita Amable) con aquel precioso vestido azul que llevaba en el baile de fin de curso, pero seguía hablándole de aquellas mismas personas y las mismas historias que había iniciado el Señor Alargado. 

Se alegraba de estar allí, no reconocía el lugar, pero siempre era mejor estar sentado en un restaurante con una copa de vino que estar tras la barra de un bar perdido junto a un río. Llegó entonces el camarero para tomar nota, y el Señor Silencioso se apresuró a mirar en la carta lo que pedir, y aprovechar para averiguar cómo se llamaba ese lugar.

Pero cuando levantó la vista para comunicarle al camarero su elección, encontró en su lugar a una enfermera preguntándole qué tal se encontraba hoy. El Señor Silencioso no consiguió articular palabra para contestarle, a pesar de que su mente tenía totalmente claro que tenía que dar una respuesta a esa pregunta. Tampoco conseguía hacer ningún gesto con su cara ni mover ninguno de sus miembros. Sin embargo, la enfermera siguió hablando sin esperar la respuesta, continuando con todas aquellas historias de la gente del pueblo, como si hiciera eso mismo todos los días y como si supiera que al Señor Silencioso le podían interesar. Estaba cansado, todas esas historias hacían que le doliera cada vez más la cabeza, pero estaba encerrado en ese cuerpo que no le permitía expresarse.

La enfermera tenía unas manos firmes y unos ojos muy oscuros pero tranquilizadores, que lo miraban fijamente mientras lo pinchaba con algunas agujas que él decidió no ver. Él prefiere mirarla también a los ojos, por si fuera capaz de comunicarle lo que sentía, sumergiéndose en ese agujero negro que eran sus pupilas. Cuando ella se alejó de la cama y él consiguió salir de esa oscuridad, estaba de nuevo en su bar, de pie y con un revólver en la mano, mucho más frío que las manos de aquella enfermera.

Se acerca a la barra, donde se encuentran el Señor Alargado y la Señorita Amable. Siguen hablando de lo que le han contado hoy los demás. Se asegura de que la pistola está cargada. Detrás de la barra hay un desconocido, que acaba de darle al play al mismo disco de éxitos de los 80 que él siempre pone. Confirma de nuevo que la pistola está cargada. En las mesas, las mismas caras de siempre, clientes bebiendo bourbon o rodeados de pintas vacías mientras hacen un gesto para pedir otra más. Vuelve a asegurarse de que tiene carga en la pistola.

Pero en un rincón oscuro ve a un cliente nuevo, que no recordaba haber visto nunca por allí. Era una mujer de ojos muy oscuros, con una rebeca cubriendo un uniforme de enfermera. No está tomando nada. Sin saber por qué, el Señor Silencioso se acerca y se sienta con ella. No recuerda por qué confía tanto en ella ni cómo ha conseguido tranquilizarlo sin dirigirle ni una palabra. 

Deja el revólver en el banco, junto a él, y se da cuenta de que esta vez sí que estaba todo en su lugar.