jueves, 9 de abril de 2009

Soledad

Esta historia está pensada para leerse con el tiempo necesario para escuchar la canción. Pulsa el play y no dejes de leer.











Qué curioso el tacto de la nieve. Parece que se va a deshacer entre tus dedos. Y ese extraño ruido que se oye al pisarla, que no se parece a nada, que es como estar aplastando algo que no es de este mundo, y por eso me encanta. Me gusta tanto que hundo mis pies en la nieve hasta los tobillos, intentando moverlos hacia los lados hasta que empiezo a sentir que se insensibilizan por el frío.

Es mucho más sencillo hacer esto con arena en una playa, pero la sensación no puedo compararla.

Mientras pienso en esto, sentada bajo un árbol que gotea sobre mí porque la nieve de sus ramas está empezando a derretirse, noto que empieza a ocultarse el sol a mi espalda. Es demasiado tarde para hacer nada más por hoy, así que me levanto y me dirijo a casa sin dejar de escuchar ese crujido de la nieve bajo mis pies.

Dicen que lo verdaderamente importante en la vida no es tener un trabajo y una casa, sino que haya alguien esperándote con la chimenea encendida en tu casa al llegar del trabajo. Así que debería entonces darme por satisfecha, por todos los años que he hecho este mismo recorrido y lo he encontrado esperándome junto a la chimenea, a veces incluso con la cena preparada y los niños sentados a la mesa. No viajamos mucho, ni fuimos conocidos en el barrio, ni nos dejábamos ver en la misa de los domingos. Simplemente vivíamos nuestro día a día, una rutina simple pero fructífera, que nos permitía criar a nuestros hijos, construir proyectos juntos y cuidarnos sin necesidad de pedírnoslo.

Ahora que el pelo que cubre mi cabeza es tan blanco como la nieve que hay bajo mis pies, sólo me espera al abrir la puerta una casa fría, y más fría de lo habitual por lo crudo que está siendo este invierno. Sólo me espera un gato también viejo, que se me acerca desperezándose desde algún rincón en que se encontraba acurrucado, y que es lo único que ha permanecido en estos últimos años en que todo ha cambiado tanto.

Te dedicas toda una vida a construir todo tal y como siempre lo has deseado, y cuando todo parece estar en su sitio, empiezan a sobrevenir acontecimientos en los que no tienes capacidad alguna de decisión, que no puedes evitar, que quizás sean el fruto de errores que has cometido en el pasado o simplemente llega el momento en que dejas de decidir y empiezan a ser los demás los que deciden por ti. Como volver atrás, a la adolescencia. Ahora tus hijos deciden casarse, irse de casa, visitarte un par de veces al año para que veas a tus nietos, educar a sus hijos sin que sepan qué hay más allá de una ciudad, separarte de tus recuerdos y mandarte a una residencia en la que nunca quisiste estar. Tu marido también se fue un día sin que ni él ni tú lo pudiérais evitar, en este caso fue una enfermedad la que tomó lo decisión, y el imperdonable avance de la edad.

Pienso en encender el radiador eléctrico que me regaló mi hijo mayor hacer un par de años, diciéndome que podía ser peligroso seguir usando la chimenea cada día ahora que iba a vivir sola. Pero en lugar de encenderlo, vuelvo a salir fuera aprovechando los últimos rayos de luz, y cojo algunos troncos de la leña que tenemos aún acumulada en la caseta que hay en la parte trasera de la casa. Por suerte, la madera no está húmeda y logro encender un fuego sin demasiada dificultad. Me quedo mirando las llamas sin pensar en nada, y me doy cuenta, después de tantos años, de que el sonido del crepitar del fuego me resulta muy similar al que se oye al pisar la nieve.

Sobre la chimenea está nuestro retrato de boda, las fotos de las bodas de nuestros hijos, y una foto tuya que me mandaste dedicada por detrás dentro de alguna de aquellas cartas cuando con dieciséis años estabas haciendo el servicio militar. Cojo esa foto y sonrío al ver esa caligrafía adolescente, que me hace retroceder tantísimos años y recordar tu voz y tu cara entonces, tus charlas con mis padres, mis dobles turnos cuando empecé como enfermera en el hospital, las veces que me llevabas al cine de verano y comíamos palomitas mientras veíamos alguna película en que un monstruo hacía gritar aterrorizada a una chica indefensa, y yo entonces me abrazaba a ti muy fuerte para no mirar a la pantalla. Ahí estaba el comienzo de nuestra historia, lo tengo entre mis manos y en una foto en blanco y negro, y aquí estoy yo sentada en la mecedora, escribiendo el final.

No me parece que haya nada más por hacer en la casa. No sé si el jardín sobrevivirá a estas fuertes heladas, en cualquier caso nada ha vuelto a dar fruto desde que mi marido murió, nunca tuve tiempo para aprender sobre el cuidado de las plantas. Mientras sigo mirando el fuego hipnotizada, oigo el timbre del teléfono que se repite varias veces, pero decido que no merece la pena levantarme para contestarlo. Aunque me cueste reconocerlo, tengo ya una edad avanzada y prefiero quedarme sentada y tranquila junto a la chimenea., no creo que nada que puedan decirme sea lo suficientemente importante. Tengo cada vez más y más sueño, ahora que siento de nuevo mis pies y noto el calor en mis mejillas. Mientras entorno los ojos sigo recordando el nacimiento de nuestros hijos, sus primeros pasos, cuando empezaron a hablar, el primer día en que los llevamos al colegio, sus peleas cuando jugaban en el jardín, las pataletas cuando los teníamos que poner las vacunas, los castigos en la adolescencia, cuando nos presentaron a sus primeras novias. Han sido muchísimos años, por eso no creo que me merezca estar aquí ahora sola, como si no hubiera pasado nada en toda mi vida, como si no tuviera a nadie. Son tristes tiempos para los viejos, para los desposeídos, para los que de repente no tenemos nada.

Conforme más miro el fuego, me da la impresión de que me envuelve, de que me protege, de que intenta decirme algo. Miro por la ventana y veo las casa de los vecinos cubiertas por un gran manto de nieve. Me siento cada vez más cansada, tanto que no puedo evitar cerrar los ojos y abandonarme al sueño a pesar de que tenía pensado antes preparar algo para cenar.

- Jefe, la hemos encontrado, se había dirigido a su casa, como pensábamos. ¡No sé cómo habrá podido caminar todos estos kilómetros para llegar hasta aquí, y con este tiempo!
- ¿Has hablado ya con ella? ¿Por qué lo hizo?
- No jefe, la señora está dormida, voy a despertarla. Pero se la ve tan plácida en su mecedora, abrazada a una foto del marido...
- Despiértala hombre, no te pongas ahora sentimental, que tenéis que volver cuanto antes a la residencia, está comenzando a nevar más fuerte.

(…)

- Jefe... la señora no responde. Están aquí mis compañeros de la ambulancia y me han confirmado que la mujer... está muerta. Por lo visto, le sobrevino un infarto mientras dormía.
- ¡Joder! ¿Cómo no te habías dado cuenta antes? En fin, quédate un momento ahí, intentaré localizar cuanto antes a los familiares para que se hagan cargo del cadáver.

Nunca habría imaginado que iba a morir sola.

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