martes, 12 de mayo de 2009

Tristeza

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Estoy sentado en el borde de mi ventana, viendo las luces que iluminan esta enorme ciudad incluso a estas horas en que todo debería estar durmiendo. Enciendo mi enésimo cigarro en esta noche mientras siento el aire frío en mi cara, que contrasta con la calidez que me llega desde su mirada al otro lado de la habitación.

Mi vida no es nada alegre, nunca lo ha sido, porque desde el principio yo también fui una persona triste. Para los que nacemos con la mirada triste, las alegrías sólo suponen una incomodidad, algo que va en contra de nuestra naturaleza.

Así que esa noche comencé a hablar y a contarle todas mis tristezas. Ella permaneció allí, escuchando, silenciosa, con su vestido blanco que por momentos parecía estar tornándose cada vez más gris. Engullía y engullía cada una de las tristezas que le contaba, las cogía al vuelo y las apretaba entre sus manos, las miraba detenidamente, las giraba, las olía, las disfrutaba, y finalmente decidía hacerlas suyas. Para ella, cada una de aquellas tristezas era valiosa e irremplazable, era una pieza que la hacía cada vez más completa, la engordaba, le hacía más feliz.

Y así estuvimos durante toda aquella noche, yo liberando y ella disfrutando, sin dejar de mirarnos fijamente y sin darnos cuenta de que estábamos cambiando nuestras vidas para siempre. Yo seguía hablando, seguía perdiendo peso a medida que le entregaba mis tristezas, algunas más grandes y pesadas, pero todas ellas restaban un destello en mis ojos. Sin embargo, me sentía más ligero que nunca, capaz de empezar de cero sin mi lastre de infelicidad.

Estaba amaneciendo cuando ella terminó de capturar toda mi tristeza. Se levantó y se me acercó de entre la oscuridad, dejándome ver sus ojos, ahora llenos de amargura, y su vestido, que se había vuelto tan negro como su piel.

Sin decir nada, recogió también todos los recuerdos que se encontraban derrumbados a mis pies, huérfanos de tristezas y de razones por las que existir.

No la volví a ver nunca más. Se fue con mi tristeza y con todos los recuerdos que me ataban a este mundo, así que ya nada me mantenía atado al suelo, y fui tan liviano que no pude evitar caer al vacío desde aquella ventana.

Al menos no puedo decir que perdiera la vida en aquel impacto, porque mi vida ya se la había llevado ella consigo.

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